Adolfo Lucas Maqueda
Cada año, la Cuaresma nos ofrece una ocasión única para profundizar en el sentido y el valor de ser cristianos, y nos estimula a descubrir una vez más la misericordia de Dios, la caridad y la vida evangélica. En efecto, no cabe duda de que la Cuaresma, más allá de los principios teológico-litúrgicos y de las prácticas ascético-espirituales, es la oportunidad anual para replantearnos volver a Dios, es decir, la conversión al Evangelio. El Evangelio es la norma, el motor vital, la columna vertebral que sostiene al cristiano. Pero muchas veces no queremos verlo, entendemos la Palabra de Dios a nuestra conveniencia y nos empeñamos en seguir siendo “ciegos”; precisamente la ceguera es el mal que afecta a la humanidad ya desde el Génesis: Adán y Eva comieron de la “manzana” abriéndoseles los ojos, para quedar ciegos definitivamente. Por eso, uno de los textos evangélicos que más me fascinan es el “ciego de nacimiento” (cf. Jn 9,1-41), fragmento que escuchamos especialmente en Cuaresma ya que pertenece a esa trilogía de milagros que preparan a los candidatos al bautismo.
Quisiera proponeros, en este inicio de Cuaresma, algunas reflexiones en torno a este texto magistral y lleno de simbología, que aparece en el evangelio de san Juan. Y es que, curar “ciegos” es una actuación típica de Jesús. Ninguno de los siete signos, narrados en este evangelio, está presentado con más arte y belleza, y con tanto sentido trágico, como el ciego de nacimiento, el sexto signo. Consta de dos partes: el milagro y la discusión que provoca. Pero lo central, el objetivo de la narración es la fe en Cristo, la cual se presenta bajo dos coordenadas: la luz que ilumina y entenebrece, y el pecado del que no ve ni cree.
Todos más o menos conocemos el texto, así lo omito aquí por escrito y me arriesgo a hacer un subrayado de los aspectos más importantes que pueden beneficiarnos para nuestra vida, y así profundizar en el sentido y el valor de ser cristianos, como decía al principio.
El relato comienza con un ciego que empieza a “ver”, con una particularidad muy significativa y es que se encuentra rodeado de presuntos “videntes” que, en el fondo, son verdaderos ciegos en el alma. Jesús efectúa el milagro: con un poco de tierra y de saliva, hace barro y lo unta en los ojos del ciego. Este gesto alude a la creación del hombre, que la Biblia narra con el símbolo de la tierra modelada y animada por el soplo de Dios (cf. Gn 2,7). De hecho, “Adán” significa “suelo”, y el cuerpo humano está compuesto por elementos terráqueos. En definitiva, Jesús realiza una “nueva creación” al curar al hombre. Todo el milagro es narrado por san Juan en apenas dos versículos, porque el evangelista quiere atraer la atención no sobre el milagro en sí, sino en lo que sucede después, es decir, las discusiones, habladurías, críticas, persecuciones e interrogatorios de los supuestos “videntes”. En realidad, ellos no quieren ver la verdad. El bien parece que les daña. El ciego curado se acerca a la fe poco a poco, en un proceso constante. Precisamente esta fe es el milagro más grande que le da Jesús, es decir, no sólo “ver”, sino conocerlo a Él, verlo a Él como “la luz del mundo” (Jn 9,5). Mientras que el ciego se acerca gradualmente a la luz, los doctores de la ley, al contrario, se hunden cada vez más en su ceguera interior. Cerrados en su presunción, creen tener ya la luz; una cerrazón a la luz que llega a ser agresiva y que desemboca en la expulsión del templo del hombre curado. La Iglesia, tanto jerarquía como cristianos, viven como ciegos, que se creen en la verdad; y es tal su obsesión que son capaces de “matar” en nombre de Cristo y por el amor de Dios, y esto la hemeroteca histórica, pasada y actual, es testigo de ello. Sin embargo, el camino del ciego es un itinerario en etapas. En primer lugar, oye hablar de Jesús, luego lo conoce y le considera un profeta, y más tarde, lo llama “hombre de Dios”. El ciego que ya “ve”, una vez excomulgado del templo y excluido de la sociedad, lo encuentra Jesús de nuevo y le “abre los ojos” por segunda vez, revelándole su propia identidad: “Yo soy el Mesías”, regenerándole la vista por completo.
Esta narración no son cosas relativas al Evangelio y a otros tiempos. Todos tenemos la oportunidad de “llegar a la luz” mediante el renacimiento del agua y del Espíritu Santo, es decir, mediante el sacramento del Bautismo. Así como le sucedió al ciego de nacimiento, al cual se le abrieron los ojos después de haberse lavado en el agua de la piscina de Siloé, también nosotros somos “iluminados” con la luz de Cristo, en virtud del agua santificante y santificadora. Por eso, el ciego no tiene nombre; es un reflejo de nuestro rostro. El ciego es cada uno de nosotros que hemos sido “iluminados” por Cristo en el Bautismo llegando a ser hijos de la luz. El agua y la luz son dos elementos esenciales para la “vida” y que Jesús los elevó a la categoría de signos reveladores que unen lo humano y lo divino. Cualquier sacramento, culto u oración es un acto teantrópico (Dios-hombre, hombre-Dios). Sin lugar a dudas, el ciego de nacimiento representa al hombre marcado por el pecado, que desea conocer la verdad sobre sí mismo y sobre su destino. Todo ser humano espiritualmente ciego de nacimiento tiene la posibilidad de “volver a la luz”. Y la Cuaresma es un momento que nos ayuda a conseguirlo.
Por eso, la Cuaresma no es un tiempo de ayunos, penitencias, limosnas, misas, oraciones intensas, retiros y prácticas piadosas. La Cuaresma es Cristo; y entraremos en el espíritu cuaresmal en tanto en cuanto dejemos de entretenernos por el artificio ceremonioso impuesto ya que el cristiano no es aquel que cumple todo lo que pide la Iglesia, sino el que es verdadero discípulo de Cristo. Vivamos estos días en el “abandono”, dejándonos simplemente iluminar y broncear por Él, que es la luz. Así llegaremos a ver, lo que todos no quieren ver.
Del seno de su madre, ciego oscuro,
era el hombre mandado a la piscina;
en él no era la luz, era la noche,
la nada, la infinita lejanía.
Jamás humano a humano abrió los ojos,
que la luz es de Aquel que en la luz habita;
confiesa: ¿quién lo ha hecho? ¿quién te puso
la mano milagrosa en las pupilas?
Aquel de nombre Santo, que es Jesús,
con la tierra ha mezclado su saliva;
su aliento y corazón, su amor divino
se han hecho con el polvo medicina.
Aquel Jesús untó mis ojos muertos
y ordenó luego: Báñate y confía;
sentí divinidad en la palabra,
y fui, y en Siloé me vi con vida.
Y entonces fue el vidente excomulgado
por los ciegos, diciendo que veían.
despierta al Sacramento, tú que duermes
y Cristo Luz será tu nueva vida.
Postrados con el ciego iluminado
a ti te confesamos, Dios Mesías;
viniste para un juicio: ¡Cristo, juzga
y guárdanos contigo en tu gran Día!